lunes, 12 de octubre de 2009

34

Había caminado por no sé cuánto tiempo. De esta manera llegué a una especie de bulevar, solo que la zona arbolada consistía en un macetero que se extendía a lo largo de la avenida bloqueando el paso. La carretera había caído en desuso, y los vecinos se decidieron a montar pequeños puestos a modo de improvisado mercadillo, dando un extraño aspecto al lugar.



El cielo tenía el aspecto de que el fin del mundo estaba muy cerca. Pese a ello no caía una gota. Un fuerte viento atormentaba a los vendedores. Yo miraba al mar. Estaba encrespado, vociferante. Me decidí a cruzar la calzada y acercarme a lo que parecía un antiguo paseo junto a la playa; playa que ahora no tenía más que unos metros hasta donde rompían las olas. Tanto era así que de cuando en cuando una gota de agua marina venían a parar a mi cara. Miré a mi derecha y la vi. Una joven paseaba a su labrador. Era morena, de pelo largo, algo delgada para mi gusto, pero realmente atractiva. Se me acercó sin decir palabra y se colocó junto a mí, sin respetar el espacio debido a todo desconocido. El perro se levantó sobre sus cuartos traseros y apoyó sus patas en el muro.


Ahí quedamos los tres, mirando el mar. Yo miré a la chica, ella me sonrió. Luego miré a su perro, y ella me dijo: “Se llama Bruno. Bruno.” Bruno se quedó parado, mirándome. Y no sé si fue mi necesidad de sentirme entendido, o si realmente Bruno era capaz de entenderme; pero algo me estremeció de tal manera que me abrió la espalda en dos. Ella volvió la vista al mar, y cuando yo iba a seguir su gesto, Bruno me miró aún con más fijación, y me dijo con voz gruesa, como de persona mayor: “Treintaycuatro, ese es mi verdadero nombre. Treintaycuatro.” Entonces pude respirar, ya estaba tranquilo, la inquietud se me pasó.

martes, 22 de septiembre de 2009

BILL BERSTEIN III

Más tarde, ese mismo día, me enseñó la impresionante mansión en la que vivía. Para acceder a la casa era necesario tomar un desvío de la ruta 67. Tras un par de millas había una puerta de hierro forjado y un alto muro de piedra que se extendía por todo el perímetro de la finca. Recorrimos otra milla más hasta llegar a la casa. Parecía sacada de una granja de algodón de un estado del sur. En la parte de atrás de la casa había una piscina que asomaba a un balcón natural con vistas a la ciudad, que se extendía hasta más allá del horizonte. Nunca vi Bay City desde esta perspectiva. Realmente impresionaba. Los rascacielos de oficinas que se erguían en el centro de la ciudad se me antojaban maquetas de una ciudad de cartón piedra. Por un momento pude imaginarme lo que podría ser vivir en un lugar como aquél. Al instante supe que yo no estaba echo para una vida de ese tipo. Yo soy una rata de ciudad, necesito del olor nauseabundo del tráfico y del sudor ajeno en el metro. Aunque me lo pudiera permitir, si viviera en una casa así, me sentiría como un ladrón; y no es que sea un mojigato, pero tengo mis propias reglas sobre el hurto indiscriminado.


Una vez me acomodé en mi habitación, con vistas a la ciudad, bajé para charlar un poco con Elisabeth. Me ofreció una copa.


  • Güisqui gracias.- Sirvió una copa generosa de una botella de cristal tallado.
  • No sabe lo que le agradezco que me haga compañía por unos días. Espero que no sea un inconveniente para usted.
  • No, en absoluto. Soy viajante, y aunque no suelo llegar hasta Bay City he pedido permiso a la central.
  • Espero entonces que tampoco sea un problema para su esposa.
  • No se preocupe, no estoy casado. Con la vida que llevo no tengo tiempo para conocer a nadie.
  • Ya imagino.


Me miró intensamente, como quien quiere adivinar el mecanismo de un reloj de bolsillo. Por suerte soy algo más complicado que eso. Se levantó y sirvió otros dos güisquis.

  • Entonces, ¿qué puede contarme de mi marido?
  • No sé. Creo que no mucho más de lo que ya le conté. En el instituto, en New Country, éramos buenos amigos. Jugábamos al fútbol, perseguíamos a las chicas, ya sabe, lo que hacen los adolescentes.
  • Mi marido no hablaba demasiado de aquélla época. Era algo que le incomodaba. Ayer encontré una foto de su equipo de fútbol, de cuando ganaron la liga. Y no me suena que esté su cara.


Traté de que el silencio no fuera demasiado largo, se notaría que estaba improvisando. Elisabeth me pasó la foto deslizándola por la mesa.


  • Sí, lo recuerdo, es del último curso. Yo me pase todo el año lesionado, y me sacaron del equipo.- me subí la pernera del pantalón- Ve esta cicatriz. Me tuvieron que operar varias veces por una fractura múltiple. Tengo dos clavos que me ayudan a andar.
  • Vaya, lo siento.


Creo que con esto se dio por satisfecha. La cicatriz me la hizo Peter el Manco, en un forcejeo a navaja. Por suerte en la foto había una pancarta enorme de felicitación al equipo con el año de la promoción. No me fue difícil adivinar que se trataba del último año de estudios.
  • Tal vez tenga usted más cosas que contarme acerca de Christopher. Desde que dejó New Country para ir a la universidad no sé mucho de él. Sólo tuve noticias de que se casó con una hermosa mujer.- Sonrió tímidamente.
  • Pues creo que no hizo mucho más. En los últimos años no paraba de trabajar en el bufete. Apenas pasaba por aquí para dormir. Levantar ese bufete le ocasionó muchos menos esfuerzos. Era muy ambicioso, aunque eso ya lo sabrás. Quería llegar a tener el bufete más importante de la ciudad, del estado. Representaba a las empresas más importantes, y estaban a punto de llegar a un acuerdo para extenderse por todo el país. Ahora no sé qué va a pasar. Los otros dos socios de Chris son buenos, pero era él quien atraía a los clientes importantes. Imagino que todo se irá a la mierda.
  • Vaya, sí que es una situación delicada. ¿Cree que alguien pudo tener algo que ver con el accidente?
  • Si me preguntas si alguien tenía interés en matarlo, pues sí. Y la mayoría estaban hoy en el funeral. Le he dado muchas vueltas a eso, y la verdad que no sé cuál sería el peor de todos.
  • ¿Quién ha salido más beneficiado de todo este asunto?
  • Pues mira, por un lado están los dueños de Morgan&Standley. Eran la competencia directa de mi marido. Por otro lado un consorcio de empresas, cuyo representante es Raimond Chantler, que se quedarían sin la representación legal de mi marido tras la firma del acuerdo con las multinacionales. Sus asuntos pasarían a las manos de jóvenes abogados, aunque siempre dentro de nuestro bufete.

A estas alturas ya había caído el tercer güisqui. Empecé a ver que tenía varias visitas que hacer, y no me sería fácil si tenía que ofrecer mi compañía a Elisabeth.


  • En cualquier caso me niego a creer que nadie sea capaz de hacer una cosa así. Tanto la policía como los agentes del seguro están de acuerdo en que fue un accidente. La investigación de un posible homicidio es mera rutina. No quiero pensar que alguien ha matado a mi marido. Ahora que soy dueña de su parte de la empresa podrían venir a por mí. En parte por eso le invité a venir, me siento más segura con alguien en casa.
  • Gracias, y no quiero alarmarla, pero es más que probable que alguien haya provocado el accidente. Imagino que necesitó algo de ayuda para salirse de la carretera. Chris la conocía bien y no volvía tarde a casa, lo cual era una excepción por lo que me ha dicho.
  • Sí, en los últimos meses trataba de no estar tanto en la oficina, aunque la preparación del acuerdo le llevaba mucho tiempo. Ese día me llamó antes de salir, estaba emocionado porque habían dado un paso muy importante para cerrar el trato. Quería que fuéramos a celebrarlo.
  • Vaya, qué lástima. ¿Quién tenía acceso a los coches? Imagino que alguno de sus empleados hará las veces de mecánico.
  • Pues sí. Pero no creo que él....
  • No sé, es sólo una posibilidad. No soy detective, pero no creo que fuera difícil de sobornar si le pagaran bien. En cualquier caso es algo bastante rebuscado ¿no cree?- Soltó una risita.
  • Me parece mentira poder reírme de esto.
  • Tampoco será malo si le ayuda a sobrellevarlo. No se preocupe Elisabeth.

Este güisqui se subia sin darse uno cuenta. Apenas se notaba bajar por la garganta, pero al cabo de un rato te golpeaba seriamente en la cabeza. Creo que los dos estábamos un poco borrachos. Realmente se le veía preocupada por lo ocurrido. Tenía que informar a la central, pero no me pareció prudente usar el teléfono de mi habitación. Decidí esperar a llamar desde un teléfono público, lo cual no era fácil de encontrar por esa zona de la ciudad. Después de cenar seguimos charlando de vanalidades, mientras agotábamos el resto del güisqui. Tuve que contenerme para dormir solo aquella noche.

miércoles, 26 de agosto de 2009

DOLORES

Siempre tuve atracción por el dolor, por el dolor ajeno quiero decir. Hay a quien le encanta hurgar en la herida, incluso en sus propias heridas. Yo prefería ver las caras de sufrimiento de los demás. Y cuando digo sufrimiento no hablo en sentido metafórico; los desdichas del hambre y la miseria sólo me daban lástima. Hablo del paciente en un camilla, del anciano al que le duele la próstata, la espalda o cualquier otra cosa. Ver una cara de sufrimiento me llevó al éxtasis en alguna ocasión, he de reconocerlo.


Tal vez por esta razón decidí estudiar enfermería. No tenía una vocación sanadora, aunque tampoco todo lo contrario. Alguna vez vi muertos en la morgue, pero aquéllo no me removió nada por dentro. Con esto quiero decir que no soy un asesino, no disfruto arrancándole la vida a un ser humano; disfruto aplicando ciertas dosis de dolor. Por eso solicité mi ingreso en el hospital donde los casos por apuñalamientos, contusiones, heridas de bala, accidentes de tráfico y todo tipo de heridas sanguinolentas tienen la mayor tasa de ingresos de la ciudad.


Una vez me tocó atender a un hombre al que dispararon en un brazo. Aquéllo fue un regalo de los dioses; fui el encargado de limpiar su herida no sólo en su ingreso, sino todo el mes que estuvo de recuperación. Tuve que ir acomodando mi horario a sus visitas, y el día que no podía atenderle me lo pasaba comiéndome las uñas esperando que llegara cualquier persona a la que dañar. Esos días era especialmente peligroso. Recuerdo a una pobre anciana a la que tuve que pinchar siete veces en el mismo brazo porque “no le encuentro la vena señora, ¡por favor estese quietecita!”. Reconozco que podía ser un poco borde cuando andaba con el mono.


Disfrutaba especialmente de las heridas abiertas, no sé si ya lo comenté. Esas heridas que deben curar por segunda intención. Prefería ver sufrir a los hombres, cuanto más grandes y fuertes más importante me sentía. La verdad que tiene gracia ver a un tiarraco de metro noventa salir llorando de la enfermería.


  • ¿Seguro que tiene que apretar tanto la herida? Sus compañeros tienen algo más de tacto ¡aaaaaaarrrrrrrrggggggg!


  • Estese quieto hombre, que no es para tanto. No ve que si se mueve es peor. Además, estas heridas deben limpiarse bien, si quedase cualquier resto se pueden infectar y entonces sí que lo pasará mal.


  • Ya pero, a lo mejor no es necesario frotar con tanto entusias...¡moooooooo!


Me encantaba cortarles las frases. Debía aprender quién tenía el poder. ¿Pero cómo se atreve a decir cómo tengo que hacer mi trabajo? Con esta gente me cebaba, si es que se lo merecían, joder.


Había muchos casos de apuñalamiento. Recuerdo uno de ellos especialmente. Era un yonki al que habían dado un buen tajo en el estómago. Esas heridas son de las que duelen, sobretodo porque se la hicieron con un hierro oxidado, y el yonki vino al hospital dos días después del incidente. La herida había empezado a gangrenarse, estaba llena de pus y el corte era feo e impreciso. Me deleitaba con estas cosas. Ver la carne rasgada e infecta era uno de mis pasatiempos, podía quedarme absorto durante horas. Por esta razón solía tardar mucho con cada paciente, tenía que disfrutarlos. No me gustaba la sangre, me gustaba la carne putrefacta. Ha habido quien me comparaba con Dexter, el de la tele. Vi un capítulo y no me sentí para nada identificado. Lo mío no es matar. Y tampoco tengo especial predilección por la sangre, como ya he dicho. Lo mío es ver la carne abierta. Los tejidos corporales en descomposición, a ser posible. Una lástima tener que curarlos.


Por eso pasó lo que tenía que pasar. Me harté de tener que curar esas heridas. Quería más. Algunas eran bellas obras de arte infecto. ¿Por qué arreglar aquéllo que es bello en sí mismo? Decidí no luchar contra mis propios principios, y empecé a no curar a mis pacientes. No quería que murieran, de verdad. Sólo quería ver carne putrefacta y escuchar sus gritos de dolor mientras practicaba “mis curas”. Entonces empezaron a acumularse denuncias contra mi, y bueno, ya saben el resto. Ahora estoy ante ustedes pidiendo clemencia. Tal vez no entiendan mis motivaciones, pero les aseguro que no hubo intención alguna de homicidio. Es posible que esté mejor encerrado, lejos de las heridas y mis pacientes. Pero si eso ocurre me matarán por dentro. Sólo quiero que entiendan lo que me movió a hacerlo, que era más fuerte que yo. Un deseo incontrolable que te come las entrañas. Lo necesito para vivir señores del jurado. Muchas gracias.

lunes, 3 de agosto de 2009

BILL BERSTEIN II

Me he despertado sobre mi propio vómito. Esto está empezando a convertirse en un puto ritual. Y encima me acabé la puta botella, ¿porqué carajo no guardaría un poco para hoy? Ahora tendré que mandar a Pete a por un galón o dos. Asco de vida. Hace calor hoy. Podría abrir las ventanas en vez de levantarme, por lo menos se podría respirar aquí dentro. No, no, otra vez me he meado encima. Joder qué poco me gusta que Pete me vea así. Es bochornoso.

Qué será eso que huelo. Parece perfume, este Pete se está volviendo cada día más refinado. Total para los clientes que vienen aquí no creo que sea necesaria tanta historia. Al fin y al cabo para recibir a un matón de tres al cuarto con las instrucciones del día tampoco hay que estar demasiado presentable. No como en los buenos tiempos, cuando me llegaban casos de verdad. Cuando yo era alguien y no tenía que dar explicaciones ni a la policía. Bueno a la policía sí. Tampoco es que yo fuera Philip Marlowe ni mucho menos, pero tenía mi orgullo. Recuerdo aún cuando recuperé aquellas joyas que llevaban 20 años desaparecidas. Las joyas de la familia Templetown; me pagaron bien. Y fui capaz de esconderlas del seguro, que las hubiera reclamado. Una jugada maestra.

Este perfume... parece de mujer con clase y no de las furcias con las que tengo el gusto de codearme últimamente. Me recuerda a la señora Martins, aquélla joven viuda que estuve persiguiendo un tiempo, cuando trabajaba para la compañía de seguros Pashdam. Unos días antes de que me asignaran el caso, el pobre señor Martins había sufrido un accidente de coche cuando volvía a su casa. Vivía en uno de esos barrios residenciales al oeste de la ciudad. Siempre tomaba la ruta 67, que atravesaba las montañas desde el centro de la ciudad hasta Costa Azul, donde tenía su residencia. Era una casa de estilo colonial, con una impresionante fachada con cuatro columnas jónicas formando un semicírculo. Era abogado de empresas. Su bufete asesoraba a algunas de las empresas más importantes de la ciudad. Acababa de dar el salto y por fin se codeaba con peces gordos de la ciudad, pero parecía encontrarse demasiado cómodo en ese ambiente, como si fuera uno de ellos.

Había llovido todo el día, pero despejó por la tarde. La ruta 67 es peligrosa en cualquier circunstancia, pero más aún cuando llueve. Seguía húmeda cuando a la altura del kilómetro 32 la rueda delantera derecha se hundió en un charco de agua, justo en plena curva. Perdió el control del coche y salió despedido colina abajo. Tuvieron que reconocerle por la dentadura. Del coche tampoco se salvó mucho, con lo que si fue manipulado no se pudo averiguar. No quedaba más opción que mandar al bueno de Bill para que espiara a la pobre viuda. ¿A nadie se le ocurrió que podría ser un ajuste de cuentas?

Me presenté en el funeral haciéndome pasar por un viejo amigo del difunto. Quería ver de cerca si esa mujer era tan fría como me dijeron, pero no fue así; o al menos a mí no me lo pareció. Tal vez me embriagó en exceso su olor, ese perfume que se había quedado para siempre en mi nariz para que lo recordara siempre que quisiera. No sabría describirlo, sólo acierto a decir que me envolvía y desconcertaba. Mientras le besaba la mano noté cómo algo me tiraba de la nuca, como si me arrancaran todo el sistema nervioso de un fuerte tirón. Al levantarme me repuse y haciendo un esfuerzo me presenté.

  • Soy Bill, un viejo amigo de su marido. No sé si alguna vez le comentó. Nos criamos juntos en New Country.
  • Muchas gracias por venir desde tan lejos.
  • No hay de qué. Siento mucho su pérdida.
  • Gracias.

Parecía realmente dolida por la pérdida de su marido. En la oficina me metieron en la cabeza que lo más probable es que hubiera matado a su marido para cobrar el seguro de vida; suficiente para toda una vida. Stephan, mi jefe, me dijo que habían tenido problemas porque no conseguían tener hijos. Ella estaba cansada de él, al parecer era estéril, además de poco afectuoso. Me lo dijo como si una cosa estuviera relacionada con la otra. Sospechaban que ella tenía un amante, incluso que hubieran barajado la posibilidad de buscar un padre de alquiler, por llamarlo de alguna manera. A mí todo esto me parecía cosa de locos, pero debo decir que he visto de todo en este oficio. Después de varios años llegué a la conclusión de que el hecho de que yo no entienda una motivación no significa que para los demás no sea totalmente coherente. Eso hizo que perdiera muchos prejuicios y que la línea entre lo bueno y lo malo se difuminara hasta el punto de desaparecer. Más tarde pude volver a discernir entre ambos, pero creo que ya era demasiado tarde para mi.

Al final de la ceremonia se me acercó la señora Martins, estaba más calmada. Hablamos un poco de su marido, para lo que tuve que improvisar varias anécdotas basándome en la poca información que me dieron sobre él. A ella parecía valerle cualquier cosa que mantuviera viva su imagen. Después de varias mentiras insistió en que me hospedara en su casa, que necesitaba a alguien con ella y que al ser yo el mejor amigo de su marido... ¿quién mejor que yo?. De aquéllo deduje que la mayoría de la gente que estaba allí eran compañeros de trabajo, clientes, futuros compradores o vendedores de algo y que habían tomado el funeral para prolongar sus absurdos negocios. Si un desconocido con tres mentiras mal armadas podía parecer el mejor amigo de alguien es que algo no funcionaba bien en esa gente. Me dieron un poco de lástima, pero fue la coartada perfecta para tener cerca a la señora Martins, o Elisabeth, como me dijo que tenía que llamarla de ahora en adelante.


Continuará...

viernes, 15 de mayo de 2009

Serial por entregas: El detective Bill Berstein

Ese día no fue de los mejores para Bill, tampoco uno de los peores. Su botella de güisqui se había agotado, y la resaca le recorría el cuerpo. Había pasado demasiadas noches intentando escapar de su soledad. La melancolía se apoderó de él en el momento en que se hizo consciente de su propia existencia. Su individualidad le abrumaba.


Desde luego que había nacido para estar solo. Bill era uno de esos hijos de puta con dificultad para hacer amigos. Nunca supe de dónde le vino su carácter agrio y seco. Seguramente algún trauma infantil, o una disfunción cerebral, vete tú a saber. El muy cabrón no hablaba demasiado, lo que ayudaba a acrecentar su problema. Eso sí, cuando lo hacía era porque realmente era necesario; y encima solía tener razón. Todavía no entiendo porqué me acercaba a su despacho cada mañana y le ayudaba a lavarse y estar presentable para su clientes. Nunca me dio las gracias por nada, pero yo seguía haciéndolo como si con eso fuera a conseguir algo en otra vida. “Las buenas acciones no quedan sin recompensa”, decía mi madre.


Aquélla mañana, como cualquier otra, Bill se despertó de muy mal humor. Que se le acabara el güisqui no ayudó. Para desayunar tomaba siempre un chupito o dos de güisqui. Siempre era güisqui de calidad, de más de 3 pesos el galón. Bill era así, y hay que quererlo como es. Sino más te vale alejarte, correr y no mirar atrás o acabarás como yo, en el mejor de los casos.


Algo flotaba en el ambiente, era un perfume sensual. Algo bueno iba a pasar, lo presentí. Y ya era raro porque en nuestras vidas no sucedían estas cosas. Sentir que algo bueno se acerca me ponía los pelos de punta, uno no está acostumbrado a estas sensaciones. La piel se te vuelve áspera y callosa cuando la vida te trata a palos. “Más te vale estar prevenido, porque la vida es una perra ramera”, decía mi padre.


La oficina olía a una mezcla de humedad y alcohol, con una extraña espesura en el aire que lo hacía casi irrespirable. Que el sol hubiera estado calentando la habitación toda la mañana no ayudaba. ¡Ostia puta! Bill se ha vuelto a mear encima. Ahora tendré que cambiarle. Esta es la parte que más asco me da de mi trabajo. Siempre me pareció repugnante ver a otra persona desnuda, y más si esa persona pesa ciento cincuenta kilos. De todas formas sé que seguiría haciendo esto aunque Bill no tuviera un peso. Él me pagaba porque no le gustaba que los demás sintieran lástima de él; aceptar la caridad ajena no es una de sus virtudes.


Bill siempre se dedicó a lo mismo. Decía ser investigador privado, aunque la realidad era que fue un investigador en otro tiempo, cuando la barriga y las canas aún no le habían empezado a asomar. La muerte de un niño fue lo que le llevó al estado en el que se encuentra hoy día. Era un caso complicado, de adopciones falsas y tráfico de órganos. Se salía del perfil de Bill, véase: morosos, estafas a seguros, infidelidades conyugales. Verse implicado en semejante escándalo no le ayudó en su carrera. Y ahora está ahí, cansado y mortecino; haciendo de matón en el mejor de los casos, trabajando para aquéllos a los que antes ayudaba a encerrar.


Pero esa mañana parecía diferente. Una vez limpio y aseado volvía a tener un aspecto decente. Al menos suficiente para que una mujer esbelta y elegante se atreviera a confiar en él. Aquí llegaron los vientos de cambio, de nuevo la esperanza. Recuperar la ilusión por vivir un poco más, llegar al desayuno del día siguiente, eso es lo que Bill había perdido. Eso es lo que podría recuperar si aprovechaba la oportunidad.